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Doña Margarita, la andariega de Horco Molle

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La historia de Margarita Julia Cruz, del periodista Rafael Garbero, fue la ganadora del Premio Provincial de Periodismo de la APT.

Una mater familias de 84 años. Una hija de la tierra y del cerro. Ella se encarna en las hojas del horco molle y aparece entre el monte, los maizales y un caserío. Solo tiene un deseo: “pal año venidero, pido que la luz no se apague y quel cielo le de tregua a mi suelo…”.

A Margarita Julia Cruz sus vecinos la conocen como “La Andariega”, porque con sus "ochenta y pico diaño”, trabaja a plena marcha todos los días en su chacra; una hectárea verde y sin tranqueras que corten el paso a los extraños, solo aislada del ruido urbano por la selva de yungas, por el pie del Cerro San Javier y por un río pedregoso de montaña, llamado Muerto.

Al llegar a los límites de su propiedad, se la ve venir caminando apresurada, por un pasillo bordeado de árboles nativos, helechos y flores. Nos recibe -a Dani, mi compañera, y a mí- en el pórtico boscoso de su propiedad, una especie de balcón natural que permite ver todo lo que ocurre, colina abajo, hasta el cauce del rio. Nos da la bienvenida con una sonrisa tierna y nos hace pasar a su casa.

“La vieja del monte”–así es como la llamo desde que la conocí hace varios años- es una buena abuela. Tiene la misma altura que tenía mi nona, metro y medio (digamos), cabello grisáceo hasta los hombros, encías despobladas de dientes, piel morena marcada por arrugadas líneas del tiempo y una energía vital que asombra.

Sentada en su silla de madera -una especie de trono rustico- invita con mate y una enorme mesa repleta de rodajas de bollo y chirimoyas frescas. Da charla y conversa como si fuéramos sus nietos: “hoy estoy a puro trote porque voy a horniá pan casero pa´ la semana, como lo hago todos los sábados”, expresa la vieja. De un disparo se pone en pie, camina hasta un cuarto y vuelve para invitarnos al lugar en donde ella elabora su pan.

La cocina y los panes calientes

Margarita disfruta de la compañía, se siente en confianza y nos muestra su cocina. Un ranchito de madera separado de la casa central, de unos 16 m2, con piso de tierra, cuatro postes o columnas y techo de zinc ennegrecido por el hollín del fuego y del aceite de fritura; una especie de carbonilla que se aloja en la cara interior de las chapas que ayudan a protegerse de la lluvia y evita la humedad que extingue al fuego. Allí, guarda todos los trastos culinarios y alimentos: ollas y sartenes de hierro fundido y chapa acerada bien curtidas por el uso, martillos “batebifes” para ablandar las milanesas, palos para amasar, cuchillos bien gastados, machetes de diversos calibres, piedras de afilar, balanzas, leña seca, bolsas de 20 kilos de harina blanca, cajones con zapallos (variedades anco y plomo), cebollas, papas y batatas, cientos de tarritos y frascos de mermelada convertidos en especieros.

Allí, el hogar es núcleo que cobija a todos con el calor de la madera traída del monte. Una parrilla y un trípode, hechos de hierro de una pulgada, son los anafes que descansan sobre la lumbre para alimentar a toda una familia. Margarita es bien “churita”; parece hiperquinética, no deja de moverse. Camina de un lado para el otro, busca ingredientes:10 kilos de harina, levadura, sal, agua y grasa bobina de pella; los mezcla sobre una batea de madera convertida en mesa de trabajo. Amasa con fuerza con sus pequeñas manos, su piel oscura hace contraste con el blanco harinoso. Un sonido rasgado se escucha; la masa es frotada una y otra vez contra la madera, la golpea con sus puños -para activar el gluten- y toma una textura homogénea; es suave y sedosa, comienza a sentirse un aroma mañanero típico de panaderías. “Yo solo leudo con levadura natural, la hago con un poco de agüita, harina y azúcar, y la dejo una semana bien tapadita dentro de una olla panzona para que levante. Por eso los sábados la saco pa´ que despierte, preparo salmuera y le doy a la masa. Con diez kilos de harina salen veinte piezas: diez de pan y diez de boios”, comenta, mientras se limpia los dedos pegoteados con masa frotándose las manos y nos enseña un tablón repleto de panes que luego serán llevados a un horno de barro ya caliente, construido afuera, a la par del cuarto.

La familia y Horco Molle

Al sitio se ingresa por un túnel de selva; un camino bordado por árboles que hacen lluvia. Un sendero infinito, una huella en movimiento, un hilo de tierra que deja avanzar solo si, a cada paso, se inclina la mirada hacia arriba para sentir el eco que nos habla con cantos de pájaros, agua y viento. El árbol que lleva su nombre es el destino; un espacio donde el más grande, el Horco Molle, abre una ventana para que, a sus pies, podamos tocar el sol y sus destellos. Así es como uno se guía por ese laberinto de senderos que se bifurcan y se unen pero que siempre llevan hacia un mágico destino… Margarita Julia Cruz nació el 22 de junio de 1927 en Nogalito, Río Lules arriba, un poblado rural equidistante de Potrero de las Tablas y el Siambón.

A los diez años de edad fue entregada por su madre a una familia “pudiente” de San Miguel de Tucumán que la crió. Luego, cuando ya era mayor, se convirtió en ama de llaves y ayudó en la crianza de los hijos del matrimonio. A los veinte conoció a su futuro marido, Don Arturo Olima, un obrero rural del azúcar. Con él tuvo once hijos: Arturo Antonio, Margarita Antonia, María Eva, Eduardo Alfredo, Raúl Marcelo, Beatriz, Jesús Mauro, Sara, Dolores y Dalinda Isabel; que a su vez dejaron “una carrada de nietos y bisnietos” expresa, con una explosiva carcajada que despabila a todos, mientras se tapa la boca con una mano.

El mayor de sus hijos llegó al mundo antes de contraer nupcias y no pudo llegar al altar, porque su comprometido se fue a la marina cuando le tocó la COLIMBA. En ese entonces, vivían en un campo más al este, en medio de los surcos del cañaveral, en tierras pertenecientes a la finca de los Frías Silva, los dueños del ex Ingenio San José. Luego, se mudaron al pie del cerro, en un lugar que recibió el nombre de Horco Molle, por un árbol conocido popularmente como “palo barroso”, de unos 20 a 30 metros de altura, según explica: “Don Frías Silva bautizó las tierras; él fue quien estableció que desde un viejo horco molle que había cerca de donde áhura está el aeropuerto –por el Aeroclub Tucumán Mauricio Gilli- hacia el cerro, pasaría a llamarse Finca El Horco Molle”, y comentó que allí se mudaron y pasaron a duras penas la nevada del año 55´. “Antes no había guardaparques, no había robos, ni nada raro. Nosotros éramos los únicos que cuidábamos estas tierras”. Distante a unos 15 km. de San Miguel de Tucumán, esa finca sería expropiada por el Estado en el año 1948 y entregada a la Universidad Nacional de Tucumán, para convertirse a partir de 1973 en lo que hoy es el Parque Sierra de San Javier, un reservorio natural de más de 14.000 ha., único en Sudamérica.

Con lágrimas en los ojos, La Andariega recuerda a su marido: “io me acuerdo cuando teníamos que ensiyar a los caballos para ir a Yerba Buena. Hasta aquí no se podía llegar porque no había caminos, solo estaban las sendas en medio del monte y los campos de caña. Después, se abrió la huella y mi esposo comenzó a trasportar con carroymula o jardinera la cortada de caña para el ingenio o las verduras para el Mercado de Abasto”.

El Caserío y la chacra

El campito de los Olima está delimitado por el cerro San Javier hacia el oeste, la selva hacia el norte y el sur, y, por el este, el límite lo puso el Río Muerto; llamado así porque solo trae agua durante la temporada estival. El hogar de Margarita es una especie de caserío compuesto por un rancho central con una gran galería que se usa todo el día, sea invierno o verano; y a su alrededor se levantan dos piezas de machimbre, la cocina, un baño, un gallinero y un chiquero.

Todo es muy precario, pero no pobre. Usan las habitaciones a la noche para dormir, el resto del día se está al exterior. Tres hijos y dos nietos viven allí; ellos participan en “la labranza del huerto” y, además, trabajan o estudian afuera. Una radio suena todo el día, es una de las compañeras de Doña Margarita; es el único aparato moderno que se inmiscuye en los sonidos del monte, el que mezcla tangos de “El Zorzal Carlitos Gardel”, con temas del grupo de cumbia santafesina Los del Fuego y su cover de Persiana Americana, y el tradicional folclore de los Hermanos Carabajal; mientras los pájaros chalchaleros, los benteveos de casaca color limón y las bandadas de loros dan un concierto de sones acompañados por silbidos de viento y ruidos extraños y sin identidad, que emite el monte a diez metros del rancherío.

Allí no existen alambrados de púas y todo el mundo es bien recibido. Entre las piezas y el maizal corre un sendero marcado, por el que circulan habitualmente muchos deportistas aficionados al campo traviesa, a pie o en bicicletas de montaña.

Del otro lado del camino, está el sembradío. Allí cultivan verduras de estación: maíz, zapallo, lechuga, porro o puerro, cebolla verde, “arverja y verdura de hoja verde pal invierno”, tomate y pimiento. Se aprecian árboles de durazno, limón “genovés”, níspero, chirimoya, guayaba, palta, higos y uno que da un fruto extraño y exótico, un poco ácido y algo dulzón, “el tomatito japonés”, una fruta roja de forma ovalada, similar al tomate y llena de pequeñas semillas redondas.

“Lo único que suelo comprar afuera es la carne que llega desde San Javier, la trae un chico que tiene hacienda, la baja a lomo de mula o en camioneta cuando viene a trabajar a la Escuela de Agricultura. El me acerca pal asao, pal guiso y pal chorizo. Se llama el Cuchi Ayala y toda su familia era muy entregada a mi marido”. Ella se siente orgullosa: “en mi vida, no tuve ni un dolor de cabeza. Para el dolor de garganta, buena es la grasaygallina. Hay que untase la grasa tibia, frotase el cuello y calantase con un trapo caliente, así cuidé a mis hijos y así me curé yo”, receta la abuela como si tuviera el ojo clínico de una curandera.

“La matrona” vive y trabaja en paz en un paraíso verde alejado de lo urbano

Desde que enviudó, Margarita es para sus hijos “la matrona” del hogar, es El Orden; “aquí, todo el mundo sabe que la que gobierna la casa es La Señora, la Señora de Olima. Ahora mando yo. Aquí, donde manda capitán, no manda marinero”, sentencia.

En la actualidad, la casa queda a unos 500 metros de la ruta de Horco Molle hacia el oeste, cerca del CAPS local. Pero, a pesar de su cercanía con el camino, el ámbito que la rodea y el ritmo de vida de la abuela dan una sensación de atemporalidad; como si allí, el tiempo no hubiera pasado. El Río Muerto es una especie de muro que calla, un silenciador del barullo citadino, una barrera imaginaria que delimita a la perfección la separación entre la llanura habitada y el sitio donde comienza la espesura de las yungas y el cerro. Allí, esta octogenaria humilde, vive en un paraíso enmarcado por la inmensidad de la montaña y la naturaleza.

A menos de 10 minutos de Yerba Buena, una familia vive sanamente de la tierra y de sus frutos orgánicos; distante de la realidad que vivimos día a día más de 100.000 habitantes que conformamos lo que hoy se llama “la ciudad jardín”; dos realidades opuestas y contrastantes; aquí, individuos abrumados por el exotismo de los estandarizados centros comerciales y los barrios cerrados que se expanden sin justicia sobre el cerro.

Este paraje maravilloso y natural, está casi exento de mitologías propias de la vida rural. Margarita no duda; “no creo ni en los fantasmas, ni en los gualichos, ni en el diablo, ni en la llorona; solo me ha dao siempre miedo el chanchoymonte, el gato onza (ocelote, felino atigrado), el sachamono (gato negro del monte) y las brujas; que sí las hay, esas señoras que están bien enseñadas por la maldad”. Margarita Julia Cruz, con sus 84 años a cuestas, mantiene pura su fe en la naturaleza: “aquí, se vive tranquilo. A mí esta tierra me ha dao la vida y los hijos. Vivo bien. No molesto a los vecinos, ni me molestan. Mi casa está en el monte. Es verdad lo que dicen por ahí, ando por todo lao porque me divierto con lo mío, por eso es que me dicen La Andariega, porque trabajo y camino de la mañana a la noche. Es mijor ser así pa´ no hacerse viejo, porque es pior andar como aplastao; usted, ha visto. Es lindo vivir de lo que uno siembra; io no voy al mercao, ni al súper. Aquí tengo todo pa´ vivir; la naturaleza siempre mi entregao todo”, así describe su mundo en Horco Molle.

El verano pasado contabilizó más de cinco mil choclos cosechados que fueron “raiados de a uno” - con la paciencia que tienen las asiáticas cuando trabajan la seda- y “se los hizo humitas, locro, empanadas y sopa frita” para que coma toda la familia. Solo tengo un deseo; “pal año venidero pido que la luz no se apague y quel cielo le de tregua a mi suelo...”.

Margarita Julia Cruz nos despide con bolsas repletas de verduras extraídas de su huerta: un pedazo de zapallo plomo, choclos recién cortados, chirimoyas dulces, medio pan casero y un bollo. Le agradecemos y prometemos una devolución con otros regalos. No acepta y dice: “no quiero nada a cambio mhijo; ¡no lo necesito!; yo lo hago de todo cariño, lo único que me hace falta es que ustedes regresen a visitarme. Porque me han cáido bien desde que los he visto por primera vez. Mientras yo tenga y esté viva, vamos a estar felices y si no –aquí agacha su espalda- andaremos todos igual que las perdices”, bromea la doña, mientras saluda discreta con las manos y dibuja una sonrisa de abuela en el rostro, a medida que nos alejamos de su tierra.

Por Rafael Garbero ( “Pietro Piemonte” )