Buena parte de la población está convencida de que los más humildes viven, en su mayoría, de “planes”. Y de que esa es la causa por la cual “los que trabajan” se ven “asfixiados por los impuestos”, que se usan para “mantener vagos”. Veamos si, efectivamente, los pobres son pobres porque no se esfuerzan y prefieren vivir de planes…
¿Son (casi) todos “planeros”?
La Encuesta Permanente de Hogares (EPH) del INDEC deja en evidencia que, lejos de eso, la gran mayoría de los ingresos de los hogares pobres procede del mercado de trabajo. De hecho, la proporción de los ingresos provenientes del trabajo en los hogares pobres es similar a la de los hogares no pobres. En contrapartida, las transferencias monetarias directas dirigidas a la población vulnerable (planes de empleo y capacitación, AUH, becas escolares y similares, tanto del estado nacional como de las provincias y municipios) son apenas un complemento.
Tomando el último año para el que disponemos de las bases de
datos (del segundo trimestre de 2018 al primero de 2019, periodo en el que la
tasa de pobreza promedió 31,7%), analicemos cómo se componen los ingresos de
los pobres (indigentes y no indigentes) y de los no pobres (en estratos, según
la cantidad de canastas de pobreza que representan sus ingresos). Vale recordar
que, a valores de septiembre, un hogar tipo del GBA (el monto varía de acuerdo
con la composición del hogar y a la región donde reside) necesitó alrededor de
$35 mil para no ser pobre y en torno a $14 mil para no ser indigente.
En los hogares pobres, el 70,5% de los ingresos totales
provienen de ocupaciones laborales (sin incluir los planes de empleo), valor
que resulta apenas inferior al del promedio de los hogares no pobres (73,0%).
Sin embargo, mientras que en los hogares pobres casi la mitad de los ingresos laborales provienen de ocupaciones informales (48%), en los hogares no pobres los ingresos de ocupaciones formales representan el 84% de los ingresos laborales. Dentro de los pobres, la participación de los ingresos laborales es más baja entre los indigentes, entre quienes además es mucho mayor el peso de las ocupaciones informales en la masa de ingresos laborales. En los no pobres, la mayor participación de los ingresos laborales se observa entre los sectores vulnerables (es decir, aquellos cuyos ingresos familiares se ubican apenas por encima de la línea de la pobreza), y el peso de las ocupaciones formales en el total del ingreso laboral se incrementa a medida que más arriba de la pirámide se ubica el hogar.
En contrapartida, los ingresos por transferencias directas
no contributivas dirigidas a población vulnerable como la AUH, los planes de
empleo (con contraprestación laboral) y de capacitación, las becas escolares,
etc. representan solo el 9,3% de los ingresos de los hogares pobres: del total
de estos ingresos, el 84% corresponden al ítem “ayuda social” donde el mayor
aporte proviene de la AUH, el 12% a planes de empleo y el 4% a becas.
De esta manera, por cada ocho pesos de ingreso que los
hogares pobres reciben por su trabajo, nos encontramos con apenas un peso
proveniente de este tipo de transferencias.
Desde otro ángulo, mientras que el 85% de los pobres forman
parte de hogares donde al menos uno de sus integrantes tiene ingresos laborales
(valor casi idéntico al de los no pobres, 86%), apenas el 0,5% de los pobres
integra hogares en el que todo el ingreso proviene de planes, AUH y similares.
En el caso de la población en hogares indigentes, la
participación de estas transferencias en el total de la masa de ingresos
alcanza al 25,2%, mientras que entre los pobres no indigentes cae al 7,9%. El
peso relativo que los ingresos por estas transferencias tienen entre los
indigentes no implica que sean sumas cuantiosas, sino, simplemente, a que sus
ingresos originados en otras fuentes son exiguos: cada persona que integra
hogares indigentes, en promedio y a precios de septiembre, recibe unos $550
mensuales por medio de estas transferencias, frente a los $3.600 que
necesitaría para no ser indigente y a los cerca de $9.000 que requeriría para
no ser pobre.
Cabe señalar que estas transferencias tienen distintos
orígenes y objetivos. A diferencia del periodo transcurrido entre fines de los
noventa y los primeros años del siglo, cuando la estrella eran los “planes de empleo”,
actualmente la transferencia social directa cuantitativamente más importante es
la AUH que está lejos de ser “un plan manejado por punteros”: constituyó una de
las medidas de equiparación de derechos más importantes de las últimas décadas
(los hijos de los trabajadores formales reciben ingresos por sus hijos por la
vía de las asignaciones familiares o por la de deducción de ganancias) y, junto
a las moratorias previsionales, fueron fundamentales para garantizar un piso
mínimo de protección social que alcanza a casi todos los niños, niñas y
adolescentes y adultos mayores de nuestro país.
Por otro lado, en los hogares pobres los ingresos por
jubilación o pensión ocupan el segundo lugar luego de los ingresos laborales,
al igual que entre los no pobres. Pero mientras representan 15,2% del total de
ingresos en hogares pobres, en el resto representan una proporción mayor,
especialmente en los sectores acomodados (23,8%), donde también tienen un peso
destacado los ingresos por rentas y alquileres (3,4%). Los ingresos monetarios
por cuota alimentaria o ayuda de otros hogares están presente en todos los
segmentos, pero en mayor medida en los hogares pobres, especialmente entre
aquellos que se encuentran en la indigencia (5,6%).
Para el periodo analizado, los ingresos de los hogares
pobres representaron, en promedio, el 62% de lo que hubieran requerido para
alcanzar el umbral de la línea de la pobreza. Esto significa que tuvieron los
recursos necesarios para afrontar solo 18 días y medio de los 30 días del mes:
13 días con ingresos provenientes del trabajo, apenas algo más de un día y
medio con los ingresos por AUH, planes de empleo, etc., y los otros cuatro días
con ingresos de otras fuentes no laborales, especialmente jubilaciones y
pensiones.
Si los ingresos no alcanzan, ¿cómo (sobre)viven los pobres?
Al contemplar solo los ingresos monetarios, la medición de
pobreza no toma en cuenta otros recursos a los que pueden echar mano los
hogares para satisfacer sus necesidades ante la carencia de ingresos corrientes,
como recibir ayuda en especies (alimentos sin cocinar o en comedores, ropa,
etc.), descapitalizarse (gastar ahorros, vender pertenencias) o endeudarse (con
otros hogares o bien con bancos o financieras).
No obstante, la EPH también nos aporta información sobre
estas otras estrategias a las que recurren los hogares (en los tres meses
previos). Si bien de manera menos precisa que la indagación exhaustiva por los
ingresos, estos datos ofrecen pistas interesantes.
El 13% de las personas pobres integra hogares que declaran
haber recibido mercadería (alimentos, ropas, etc.) de parte de instituciones
estatales y no estatales o, en medida algo mayor, de parte de otros hogares, y
esto adquiere especial relevancia entre los indigentes (17,8%). Sin embargo,
esto no es privativo de los pobres: lo mismo se registra para el 5% de las
personas no pobres, especialmente para los segmentos vulnerables y medios
bajos.
Por otra parte, casi una tercera parte de los pobres se
endeuda para solventar sus gastos, con bancos o financieras, pero especialmente
con otras familias (una cuarta parte de la población indigente recibió
préstamos de otros hogares). Entre los no pobres los préstamos recibidos de
otros hogares decrecen a medida que aumenta el nivel de ingreso, pero esto no ocurre
con los préstamos de bancos y financieras (sin incluir aquí las compras con
tarjetas de crédito), que se mantiene en torno al 15% en todos los segmentos.
Finalmente, otras de las estrategias se vinculan a la
descapitalización. El uso de ahorros para solventar gastos alcanza al 30% de
todos los segmentos de hogares, lo que, al igual que el endeudamiento con
bancos y financieras, puede ocultar fenómenos disímiles: mientras que para
algunos es una acción obligada para la satisfacción de necesidades básicas,
para otros el uso de ahorros bien podría destinarse al consumo de ciertos
bienes (electrodomésticos, por ejemplo) o servicios (paseos, vacaciones) no
esenciales, o bien para mantener un cierto nivel de vida en coyunturas en las
que se contrae el poder adquisitivo. En cambio, la descapitalización por la vía
de la venta de pertenencias sí muestra una mayor preponderancia entre los más
desfavorecidos: la población en hogares pobres que recurrió a esta estrategia
en los tres meses anteriores (12,5%) duplica a lo observado en la población de
hogares no pobres (6,7%), y si se comparan los segmentos extremos, la venta de
pertenencias resulta casi cinco veces más usual entre los indigentes que entre
los sectores acomodados.
Cabe señalar que, tanto recibir mercaderías como préstamos
de parte de otros hogares, constituyen un indicio de la importancia que tienen
las redes de relaciones interpersonales en las estrategias de mitigación de la
carestía de recursos corrientes por parte de los sectores más vulnerables.
Pero, al igual que con la venta de pertenencias, se trata de estrategias que
muy probablemente encuentren complicada su permanencia o eficacia en el tiempo
cuando una crisis se amplifica y es duradera.
Si se decidiese eliminar todos los ingresos que los hogares
reciben en concepto de AUH, planes de empleo, etc., la tasa de indigencia
aumentaría entre 2,5 y 3 puntos porcentuales, en tanto que la de pobreza total
subiría alrededor de un punto y medio. Esto muestra que las transferencias
sociales directas tienen mayor eficacia para garantizar un pequeño ingreso
estable a los indigentes y para evitar que una porción de los pobres no indigentes
caigan en la indigencia, que para reducir la pobreza.
Para ponerlo en perspectiva, si bien un punto porcentual y
medio equivale a casi 700 mil personas (extrapolando los datos de las grandes
ciudades, que es lo que cubre la EPH, a todo el país), esta magnitud representa
apenas una sexta parte del crecimiento experimentado por la tasa de pobreza
entre la segunda parte de 2017 (25,7%) y la primera mitad de 2018 (35,4%).
En definitiva, dado el carácter apenas paliativo (aunque necesario, hiper progresivo y, en muchos casos, restitutivo de derechos) de las transferencias sociales directas, el combate a la pobreza (y a la desigualdad) no debe pasar por la estéril discusión sobre ellas, sino por cómo lograr reactivar el mercado de trabajo, para que bajen la desocupación y la informalidad, y se recupere el poder adquisitivo de los salarios. Por Diego Born/Ámbito.com