En 1982, Argentina vivía varios momentos claves, el primero era que la dictadura cívico-militar buscaba una manera de poder perpetuarse en el poder con un plan que terminó resultando un disparo por la culata, manotazo de ahogado que forzó la vuelta al estado de derecho, a las instituciones de la democracia y también invitó a la reflexión.
Todavía era difícil derribar algunas construcciones que se habían
institucionalizado con el terrorismo de Estado, organizaciones
paramilitares, como por ejemplo la Triple A, y su desactivación dio
nacimiento a lo que en aquellos tiempos se conoció como "mano de obra
desocupada", con gente que sabía cómo esconder su miserabilidad.
¿Qué otra cosa que el lugar de acción separa a José López Rega, que
llegó a ser ministro e ideólogo de un momento trágico de nuestra
historia, de militares que con mayor o menor rango cometieron crímenes
de lesa humanidad, o del enigmático -ex service probablemente-
Arquímedes Puccio, y su familia que durante cuatro años conmovieron a
San Isidro?.
El filme de Pablo Trapero supera la frontera de lo anecdótico, del
simple anuncio de que lo inmediato a ver está "basado en hechos reales",
para convertirse en un análisis de una sociedad que se había
acostumbrado a aquello de que el fin de uno justifica los medios, y de
que es posible convivir, a pocos metros de distancia, con el horror con
mayúscula.
Arquímedes era, para los vecinos del barrio, un padre prolijo al que le
gustaba repasar con la escoba la vereda y trabajador, con familia
ejemplar, hijos que estudiaban en colegios de primerísimo nivel y que
como Alejandro -el preferido que jugaba al rugby con actitud ganadora,
incluso en el seleccionado Los Pumas-, todos eran chicos honestos.
En verdad, el pasado de este hombre era un enigma y su presente escondía
muchos secretos, sin embargo eso poco parecía preocupar a quienes del
otro lado de la medianera o en la vereda de enfrente suponían que los
Puccio conformaban una familia muy normal, respetable, incluso a imitar:
su puesta en escena era perfecta, sin costuras visibles.
Pero nada que ver: papá y mamá Puccio, y dos de sus tres hijos varones
al menos, con otros cómplices, se dedicaban a secuestros, en este caso
extorsivos, con el simple fin de de recaudar mucho dinero.
Para Arquímedes, igual que para su esposa Epifanía y hasta sus hijos
Alex, jugador del Club Atlético San Isidro, y Daniel, alias "Maguila",
alcanzar la meta de lograr dinero implicaba hacer lo que fuera con
absoluta frialdad, actitud que Trapero pone en primerísimo plano a la
hora de describir a la familia.
La frialdad con la que debían actuar era, como también lo fue para
muchos de los genocidas más tarde juzgados y finalmente condenados, una
cualidad fundamental, que puede ser analizada de diferentes formas,
incluso cuando el desenlace es el crimen.
Efectivamente, Arquímedes y los suyos, en forma directa o indirecta,
perpetraron al menos tres ejecuciones de quienes podían ser compañeros
de estudios de alguno de los hijos, padres o parientes, una proximidad
que, sin embargo, no les despertaba piedad o culpa.
Hay algo importante que logra Trapero: no convertir a Arquímedes Puccio
en un Hannibal Lecter, ni a sus hijos Alex o Daniel ni en monstruos, o
criaturas presionadas por las circunstancias, sino en lo que eran, seres
criados bajo preceptos ética y moralmente objetables, concientes de sus
actos.
¿Qué diferencia existe entre el clan de los Puccio y los que llegan al
poder y para concretar sus fines menosprecian o ignoran al otro? La
respuesta es, sin lugar a dudas, ninguna, y en ese sentido Trapero
expone a Puccio como un emergente social.
En forma directa o indirecta, el relato que Trapero hace acerca de la
historia del clan Puccio, es el que tiene como eje a una sociedad que se
permitió tener criminales furtivos dentro del Estado y cómplices
activos y pasivos en la misma sociedad civil.
El relato discurre con una parsimonia angustiante hasta que estalla el conflicto entre padre e hijo, con pistas que permitirán al más joven descubrir el lazo que los une, y que camina por un callejón sin salida, limitado por un muro que tarde o temprano señalará el fin de sus andanzas.
Es la misma oportuna parsimonia de Guillermo Francella como Arquímedes, de Lili Popovich como Epifania, y también en el Peter Lanzani, al que le toca la difícil tarea de recrear-cronstruir a este "ángel" seductor capaz de convertirse en brazo ejecutor de un padre que hizo del "sin límites", y solo porque el fin justifica los medios, su forma de vida.