Tras anunciar que el Servicio Penitenciario Federal pasará a la órbita del Ministerio de Seguridad, para que su personal participe de los operativos antipiquetes, Patricia Bullrich adelantó que enviará un proyecto de ley al Congreso que adecúe el artículo 194 del Código Penal, para fijar penas de prisión a quienes realicen cortes de calle o ruta.
La norma a la que hace mención la titular de Seguridad, fija para "el que, sin crear una situación de peligro común, impidiere, estorbare o entorpeciere el normal funcionamiento de los transportes por tierra, agua o aire o los servicios públicos de comunicación, de provisión de agua, de electricidad o de sustancias energéticas", prisión de tres meses a dos años.
La intención del gobierno es impedir que las movilizaciones en contra de las medidas que adopten se lleven a cabo entorpeciendo el tránsito o bien, que se produzcan bloqueos a empresas por parte de trabajadores despedidos o que reclaman mejores condiciones.
La iniciativa no es realmente una novedad, ya que en su paso anterior por el Ministerio de Seguridad Bullrich había propuesto medidas similares, autorizando el uso de la fuerza para despejar calles y rutas e iniciando acciones judiciales contra dirigentes sociales. Además, el protocolo camina en sintonía con el pensamiento de los libertarios, que desde sus orígenes como partido sostienen que la protesta es un delito. Cabe recordar que en el 2022 fundaron el Movimiento Antipiquetero Argentino bajo la premisa de que quienes hacen piquetes "no son ni pobres ni vagos, son delincuentes".
Para dirigentes gremiales y referentes de movimientos de izquierda, el protocolo Bullrich desencadenará una catarata de presentaciones judiciales en su contra. Desde este sector entienden que no se debe restringir el derecho de expresión a través de un abuso de controles oficiales y que el derecho de peticionar ante las autoridades es irrenunciable y que debe proceder siempre.
Otro punto a tener en cuenta del artículo 194 es que es antidemocrático desde su origen, ya que no fue incorporado al Código Penal por una votación en el Congreso, sino que fue impuesto en 1968 por el dictador Juan Carlos Onganía a través del “decreto-ley” 17.567. Es decir, no se incorporó en representación del pueblo sino a espaldas del mismo.
Por otro lado, varios juristas han coincidido en que por la características antagónicas y desiguales de los grupos que conforman una sociedad, ante conflictos sociales agudos el derecho penal deba aplicarse en la menor medida posible, sólo cuando los derechos y deberes que indudablemente demandan la sanción retributiva quedan gravemente en juego.
Queda claro que el sistema de protesta social con ocupación de espacio público significa, muchas veces, un detrimento para el derecho que todos los habitantes poseen de transitar libremente. Ello plantea un conflicto entre el derecho a la protesta y la libertad ordenada del tránsito. Este debate en torno a la colisión de derechos y el rol del Estado como garante y armonizador se ha dado multiplicidad de veces en nuestros país.
En este marco, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) dijo en reiteradas oportunidades que “si bien han surgido variadas interpretaciones en la doctrina sobre este delito (...) el artículo 194 no delimita con suficiente grado de precisión la conducta prohibida penalmente”. Esta limitación propia del CP es lo que Bullrich buscará corregir con una ley complementaria o modificatoria, cuyos detalles conoceremos probablemente la próxima semana.
Por otra parte, lo que preocupa a los especialista del CELS es que "la aplicación concreta del art. 194 del CP ha producido graves restricciones de derechos fundamentales, como el de peticionar a las autoridades, de reunión pacífica y de libertad de expresión, derechos que se encuentran protegidos de cualquier injerencia arbitraria del Estado, tanto constitucionalmente como a través de los distintos instrumentos internacionales incorporados a nuestro derecho interno”.
Según un informe del Observatorio de Derechos Humanos del Senado, el debate público sobre el tema se tergiversó al punto de que se haya centrado en torno a una "falsa dicotomía" entre permitir la protesta o reprimirla, cuando en realidad debería estar centrado en la forma en la que se debe regular la protesta como una forma válida de deliberación, para evitar las tensiones con otros derechos.
Y sostiene que "el derecho a protestar y el ejercicio de la libertad para expresar disconformidad, indignación y para peticionar a las autoridades son un lenguaje para resolver los conflictos. El compromiso mínimo con los Derechos Humanos es aceptar esa deliberación, porque el diálogo y la negociación son esenciales al sistema democrático".
"Porque se tiene libertad para decir se puede reclamar porque falta el pan o el trabajo", argumenta el escrito. Y concluye que "el derecho a protestar debe ser protegido, pero sin dejar de considerar que no es absoluto, por lo que puede regularse con la limitación del tiempo, lugar y forma, en beneficio del espacio público; sin intervenir en el contenido de la protesta".