Inicio / Sociedad / CRÓNICA ESPECIAL

El Sillón que late II

- -
Capítulo II: Hacia el confesionario

Ellos, los Franciscanos, restauraron el mueble y se lo regalaron a la Provincia. Paralelamente, el asiento que usaron los gobernadores que le precedieron Fernando Riera, José Domato, Ramón Ortega, Antonio Bussi y Julio Miranda está arrumbado en una esquina.

El obsequio fue entregado por el Guardián del Convento de San Francisco de la Provincia de la Santísima Virgen de la Asunción, Federico Rodríguez. Se trata de una poltrona originaria de 1816, totalmente restaurada, forrada en pana natural y con un escudo grabado en hilo dorado.

A esta información llegamos, merced a Google. Ratificada que fue: ¡al convento!, San Martín y 25 de Mayo.

Atiende Marcela, desde una ventanita de vano oval, sus manos sobre la mocheta:

¿Si?

Soy periodista y vengo a buscar información sobre el sillón que donaron los Franciscanos al gobernador.

Ya pregunto, un momento.

Espero, espero, espero, espero, espero.

Déjeme su celular que el Superior de la Orden, Marcos Porta, lo va a llamar en cualquier momento.

Silencio de celular.

¿Se habrá extraviado mi número?

Hola Marcela, ¿el Padre Porta?

Está confesando, no lo puede atender.

¿Mi celular todavía está a la vista?

Sí, si en cualquier momento lo va a llamar.

Y el aparatito portable sigue sin sonar.

A la tarde: ¿y el padre Marcos?

Está dando misa, después va a una reunión, no lo va a poder atender.

Días después me asomo a la nave principal y está Marcos Porta sentado a un costado con cara de aburrido mientras una señora grande (de edad) habla por micrófono.

Los fieles siguen con recogimiento las palabras santas que lee esa mujer.

Tampoco hubo encuentro.

Otros días, reiteradas búsquedas sin suerte.

Está medio engripadito el padre, no va a atender.

¡Aaayyy Marcela qué suerte que no es bombero y eligió ser cura! ¿Otro sacerdote?

No, no sólo él le puede contestar lo que usted quiere saber sobre el mueble ese.

Bueno no importa quiero hablar con alguien de la Orden.

No, en este momento el padre Eduardo está confesando y los otros, son cuatro los Franciscano en total, están ocupados.

Puedo hablar con él.

No, no, ¡nooo! está confesando.

Entonces aprovecho, me quiero confesar.

Espere ahí en la galería.

Gracias.

Un techo alto de ladrillos a la vista, abovedado. Una pared que le da intimidad a un patio de tierra con árboles muy altos. Dos puertas al patio y dos puertas a las naves de la iglesia.

En la pared norte una puertita que da al confesionario.

El sol inclemente ha puesto en el termómetro números altos. Los caminantes de la ciudad transpiran. Se usa por estos tiempos botellas descartables con líquido y hoy abunda. El brillo del día molesta. Todos bufan y es el tema central de las conversaciones. La ropa estorba, se moja, la sombra no alcanza. En la casa de Dios pasa lo mismo.

Silencio. Sobre un sillón de madera pegado a la pared que da la espalda a la nave principal estamos sentados: una señora con su hijita de no más de 12 años; al lado una mujer mayor con notable aflicción, parece que reza.

Pegada a ella un hombre joven de rostro severo, peinado con mucho fijador, rasurado prolijamente, con una mirada dura, áspera: espera.

Otra señora más, al lado, relajada con unas bolsas como si viniera de compras. Es mayor. Tiene un collar de perlas que se notan sobre una camisa oscura, serena transpira.

Me precede un adolescente jovencito, está con una camisa blanca fuera del pantalón y la corbata bajada. Pone cara de fastidio y dice en voz alta constantemente ¡qué calor! Como si eso lo aliviara.

Van pasando y van saliendo por la puerta que da a la nave principal de la Iglesia de San Francisco.

Falto yo nomás. Sigo esperando.

Llega más gente.

Un hombre mayor con bigotes de los años 40’, camisa mangas cortas, pantalón blanco, flaco, notablemente flaco, con aspecto antiguo. Se acerca cauteloso y casi en voz baja me dice: sólo le voy a entregar este libro al padre, no voy a demorar nada.

Nos acercamos juntos al confesionario. Se adelanta este buen hombre y le entrega al padre cura el libro de su autoría “Reflexiones sobre la religión de un laico” y le dice “este es un regalo para el convento, pero lo vendo. Si alguien lo quiere comprar, que me lo pida”. Con un gesto de sumisión le da la mano y se va.

El padre Eduardo, me recibe, corpachón, de barba, mirada buena y sólida. Estola morada, anteojos y gesto atento: Tome asiento, cuénteme.

Bueno, yo en realidad, no vengo por mis pecados ni a pedir absolución: vengo buscando una información porque estamos haciendo una crónica sobre El Sillón de Lucas Córdoba.

Abre los ojos más allá de lo cotidiano. Disimula la sorpresa que lo excede. Carraspea pero no pierde la calma.

Llevaba yo una bolsa -de esas que regalan en los supermercados- y adentro la fotocopia de La Gaceta, le acerco pero no me la recibe, la ojea desde lejos. Casi sonríe. Vuelve a sus cabales y retoma su gesto paternal: en realidad –dice el padre Eduardo- no sabemos nada de nada. Federico Rodríguez nunca fue miembro de la Orden, sólo hermano. Ha dejado de trabajar acá más o menos en el 93’ y creo que se fue a la Casa de Gobierno a trabajar.

El responsable de la Orden, Marcos Porta, me comentó este asunto y me dijo que él tampoco sabe nada. Bueno gracias.

En la Oficina de Personal de la Casa de Gobierno nos atiende la Jefa. Busca en su computadora pero no hay registro de ese señor Federico Rodríguez.

A lo mejor estuvo en otro tiempo pero acá no hay nada. Gracias.

No ha pasado mucho tiempo y Jorge Bergoglio, un jesuita argentino, gana las elecciones en el Vaticano y se convierte en el Papa Francisco, en honor a San Francisco de Asis. No usa los zapatos rojos tradicionales, usa los de siempre, lustrados. Saca el trono de oro y se sienta en uno de madera. Con su nuevo cargo no sube al auto asignado a su jerarquía y va en el ómnibus con los otros cardenales que lo acaban de elegir. Quiere que sus pastores tengan olor a oveja. Se mete entre la gente y con sonrisas y humildad le ha empezado a cambiar la cara a la Iglesia. Ha elegido a su segundo a un Franciscano. ¡Ojalá le vaya bien!

Continuará mañana en el capítulo III

Félix Justiniano Mothe, Patricia Aguirre, Ada Solohaga. Fotos y cámaras de Horacio Arias

Otros capitulos

El Sillon que late - Capitulo I

El Sillon que late - Capitulo II

El Sillon que late - Capitulo III

El Sillon que late - Capitulo IV

El Sillon que late - Capitulo V